Por Camila Hermida
Creo fielmente que todos – todos – probamos en algún momento de nuestras vidas algo que cambia la forma en la que vemos la comida. Para mí esta larga historia de amor empieza con una hamburguesa.
Cuando era pequeña, después de una clase de fin de semana o algo por el estilo, paramos en cualquier lugar a almorzar. No era el restaurante más popular de la ciudad – mucho menos del mundo – y no recuerdo haber regresado. Aún así, nunca lo olvidé esa visita.
En un local en el que la mitad del espacio estaba ocupado por un parque infantil de varios niveles probé y devoré la primera hamburguesa que de alguna forma me impactó. No era nada especial – pan, carne, queso, lechuga – pero después de la primera mordida, retrocedí y miré esa cosa que tenía en las manos por un segundo. Un largo segundo.
“¿Cómo es posible que tenga tanto sabor? ¡Ni siquiera le puse salsas!”, pensé.
No tuve un flashback a mi infancia como Anton Ego en Ratatouille (era pequeña, duh), pero después de ese segundo de pausa seguí comiendo con tanta alegría y rapidez como él lo hace en la película después de viajar en el tiempo.
Mi vida – y mi relación con la comida – no fue la misma desde ese día. Aunque suene exagerado, más de 15 años después aún recuerdo su sabor y también sus dimensiones sensoriales: Comer una hamburguesa (o cualquier otra cosa deliciosa) es toda una experiencia. Es un viaje multisensorial que no dura más de unos minutos, pero si es poderoso, se queda para siempre.
En palabras más simples, la comida se come con todos los sentidos.
No lo entendí en ese momento – no fui un prodigio culinario infantil – pero la idea, la teoría sobre por qué esa hamburguesa me había gustado tanto, tomó forma con el tiempo. No fueron los ingredientes, la receta secreta de la cadena de comida rápida ni el día de la semana.
Fue la forma simple, casi sin esfuerzo, en la que logró intrigar al olfato, seducir a la vista y confundir al gusto. Aún no sé cómo o por qué esa hamburguesa logró causar esa cadena de reacciones: ¿Fue su culpa? ¿O mis sentidos mágicamente se amplificaron? Estoy trabajando en resolver este misterio, pero por lo pronto, intentaré llevarlos, paso a paso y sentido tras sentido, a ese momento.
Seguramente no se veía ni la mitad de bien, pero para mí fue así.
Imagina tu hamburguesa favorita – vegetariana, de pollo, a la parrilla, la que quieras – llegando tu mesa. Visualiza al mesero, a tu mamá o a ese amigo que cocina particularmente bien acercándose poco a poco, esperando de corazón que disfrutes lo que está a punto de entregarte.
En ese momento, aunque no estés viendo lo que está por llegar, el provocador aroma de la comida fresca inunda tu nariz y saluda a tus pulmones con alegría. El sentido del olfato se activa. Confundido e intrigado en partes iguales, no tarda en preguntar:
“¿Es dulce o salado? ¿Ácido o picante? ¿Acaso son especias? ¿Canela? ¿Cilantro…? ¿Es lo que creo que es? …”
Barajamos las opciones, analizamos probabilidades y apostamos internamente por lo que creemos que estamos a punto de probar. Aunque dicen que la comida entra por los ojos, siempre he pensado que entra por la nariz. Esto funciona como mecanismo de seguridad – identificamos la comida en mal estado – y primer acercamiento.
¿Sabías que el olfato es el sentido más estrechamente con la memoria? Lo sé, increíble.
Con el plato más cerca empiezas a distinguir formas y colores. Tal vez tu nariz no es tan confiable como creías y estabas completamente equivocado. Tal vez tenías toda la razón. Para sacarte de la duda, tus ojos llegan al rescate: ¿Es o no una hamburguesa?
Empiezas a escanear las texturas, siluetas y tonalidades, en un intento por descifrar qué es eso que tienes en frente: ¿De qué color es? ¿Es brillante? ¿Es seco? ¿Es pegajoso? ¿Es seguro? ¿Te agrada lo que ves? ¿Deberías probarlo?
“¡Sí, sí! ¡Pruébalo!”, gritan los ojos.
Con vistas así, CLARO que gritan
Primero sientes el peso – ¿va a llenarte? ¿sí? ¿no? – y después su consistencia. Mi parte favorita de las hamburguesas es que son divertidas de tocar: Calculas cómo acomodar tus dedos, la oprimes suavemente y sientes qué tan esponjoso es el pan. Calculas si entrará o no en tu boca de una sola mordida.
Sientes también su temperatura y los ingredientes deslizándose, acomodándose para ser devorados. Aseguras el agarre – las hamburguesas son escurridizas – y muerdes.
¡Muerdes como este gatito!
Más o menos 10.000 papilas o receptores gustativos se activan en el momento en el que la comida toca tu lengua. Sabores dulces, ácidos, amargos, salados y unami – el sabor de las carnes – se mezclan. El resultado final es tu cerebro entendiendo que lo que estás comiendo sí, es una hamburguesa.
Además de identificar sabores, cuando pruebas despiertas – una vez más – el tacto: ¿Cómo se siente en tu lengua? ¿Está frío o caliente?
En ese momento puedes sentir millones de partículas, moléculas y átomos sensoriales disfrutando ese plato.
Chasquidos, gruñidos y suspiros. Servilletas y envolturas moviéndose, crujiendo. Pedacitos de comida caen al fondo del plato con un sonido sordo, y si la hamburguesa es lo suficientemente deliciosa, intentas hablar con la boca llena para decirlo, produciendo sonidos extraños de satisfacción.
Después de la primera mordida, los cinco sentidos están involucrados durante el tiempo que tardes en terminar. Sin importar cuál de ellos sea más fuerte o significativo para ti, todos están presentes y de ahí viene la magia de probar. De comer.
No tengo estudios gastronómicos ni sueño con convertirme en chef algún día, pero tengo un olfato sensible que acierta la mayoría de las veces – mi sentido más desarrollado. Tampoco puedo identificar la lista completa de ingredientes que componen un plato, pero no pierdo ninguna oportunidad de intentarlo.
Al final, comer es sentir y sentir es estar vivo.
Por Camila Hermida
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